Nov, 2022
Habitar
"La Vida me tomó en sus alas y me condujo a la cumbre del Monte de la Juventud. Después me señaló a su espalda y me invitó a que mirase hacia allá. Ante mis ojos se extendía una ciudad extraña, de la cual emergía una humareda oscura de múltiples matices, que se movían lentamente como fantasmas. Una tenue nube ocultaba casi completamente la ciudad de mi vista…"
Es un fragmento del cuento del eximio poeta libanés Khalil Yibrán.
Hay algo paradójico en la obra de Leo Venerdini. A primera vista, aparece como estática, fija o fijada, retiniana si quisiéramos usar una idea tomada de la fotografía. Esta narrativa parece confirmarse tanto desde el discurso del artista como desde los soportes elegidos por él para encabalgar su obra.
“Me encontré estos tirantes de techo, sobrantes de obra y me los guardé…”, “…elegí un marco cajón con un vidrio especial…”, me dice, y yo me lo imagino en una obra en construcción.
Pero claro, ahí está la clave de este discurso “en construcción”: bajo esa aparente seguridad de las formas concretas hay otras que se insinúan mucho más precarias y abiertas, que nos hablan de un estado de encuentro, de muchas cosmovisiones, de errantes o viajeros, como le pasa al personaje del cuento de Yibrán.
Según el historiador del arte y curador Nicolás Bourriaud, los artistas contemporáneos plantean las bases de un arte radicante, término que designa un organismo que hace crecer sus raíces a medida que avanza.
“El artista radicante se pone en camino, y sin disponer de ningún espacio adonde volver: no existe en su universo ni origen ni fin, excepto los que decida fijarse para sí mismo” (Bourriaud, 2009).
Es ese el dinamismo que resuena en la obra de Leo Venerdini: su capacidad de escapar a los determinismos simples del soporte utilizado.
Recorran esta hermosa muestra con el poema de Khalil Gibrán en la mano e imaginen para ustedes cuáles son sus dos ciudades.